El domingo acudí a mi
cita anual con esta hermosa carrera, debería decir me pegué un
madrugón de aúpa, porque las dos horas de viaje no te las quita ni
el tato, de modo que a las seis en punto, tras otras cinco buscando
un sueño que se me negaba, me levanté de la cama con cierto
cansancio que no duró más allá de unos segundos. Al llegar, y aún
siendo de los primeros, visita obligada a la cafetería, porque el
relente era de aúpa y no tenía ganas de dejarme atrapar por ese
viento helado que las recientes nevadas nos enviaba a la cara a todos
los presentes.
El el bar comenzaron los
saludos de rigor, los “cuánto tiempo”, “hospitalera, no sabía
que venías” “a ver si esta vez me sacas guapa” y otros por el
estilo que derivaron en un comentario generalizado de la carrera que
se podía resumir en una sola frase “esta carrera enamora”. No
pude evitarlo y viejos recuerdos me asaltaron con tanta insistencia,
que preferí irme al coche para estar solo con mis recuerdos.
Nos conocimos un cinco de
enero en una academia del centro; fue el mejor regalo de reyes que he
recibido en mi vida, se llamaba Violeta y era la mujer más bella que
haya visto jamás. Creo que nos gustamos desde el principio, pero me
temo que ambos eramos demasiado recatados como para realizar grandes
progresos. Nos encontrábamos solamente los lunes, miércoles y
viernes que eran los días de clases para preparar las oposiciones a
bombero y policía que se celebrarían en unos meses.
Era un ser especial con
una inteligencia fuera de lo común que cogía al vuelo lo que para
el resto no eran más que dudas. En las clases prácticas fallaba
descaradamente en la maroma que no era capaz de superar ni en medio
metro y ahí se produjeron los primeros y únicos roces que a día de
hoy aún siento en mis manos, en mi corazón y en mi orgullo de
hombre insatisfecho.
Ya lo había intentado
una vez, y no había salido nada bien, pues a pesar de superar todas
las pruebas me quedé sin plaza. Todo el mundo hablaba de tongo,
porque al menos tres de los aprobados al parecer hicieron las pruebas
a puerta cerrada vigilados por el concejal de deportes, con lo que
muchos dudaban de que aquello hubiera sido limpio.
Una tarde de semana
santa, matando judíos con un amigo empresario, coincidimos con el
señor alcalde, tenía la nariz tan roja como las brasas del puro que
se llevaba cada poco a la boca. Mi amigo que no se corta un pelo, le
dijo que me tenía que echar una mano que me presentaba para bombero
y policía municipal, el hombre me agarró amigablemente por los hombros y me dijo
“chaval, no pierdas más el tiempo ni el dinero, porque esas
plazas son de favor”; y al ver mi cara de no enterarme de nada
añadió “vamos que ya están todas repartidas”.
Me fui a casa pensando
que cómo podían funcionar así las cosas, pero por otro lado con la
duda si aceptar la oferta de ir a visitarle para acceder a una plaza
de funcionario de jardines que me había prometido; mi amigo me dijo
que no perdiese la oportunidad, pero lo cierto es que falté a esa
cita.
Al día siguiente se lo
conté a Violeta, yo estaba dispuesto a dejar las clases, pero ella
no, de modo que también continué, porque no podía perderme aquella
mirada profunda que me regalaba cada lunes, miércoles y viernes. Nos
saludábamos cada vez con un par de besos, cada uno de los cuales
llevo clavados en el fondo de mi ser como si estuvieran dotados de
vida propia; no eran de esos de rozar, sino besos que parecía
depositar con sus labios en mi mejilla.
El tiempo fue pasando y
como era de esperar de las oposiciones nada de nada. Le perdí la
pista durante unas semanas, una amiga común me dijo que había
estado muy enferma y sufrí con un dolor que nunca había sentido;
anduve buscando pistas por la academia, pero ni siquiera había
dejado su dirección, y del resto de las clases nunca me encontré
con nadie.
Pasé al menos un mes de
incertidumbre y cuando aún abrigaba esperanzas, nuestras miradas se
cruzaron a lo lejos y vino a mi encuentro. Me contó que había
tenido algunos problemas de salud que no se habían solucionado, pero
que se encontraba mejor; tomamos un refresco y aquella hora escasa me
dio la vida. Estaba anocheciendo y debía volver a casa, de modo que
me dejó acompañarla hasta la puerta de la pensión en la que vivía.
Permanecimos un rato largo sin hablar y mirándonos de vez en cuando
y al tiempo que unas lágrimas asomaban a sus ojos, me regaló un
profundo abrazo, un beso infinito y una última mirada antes de
desaparecer escaleras arriba como alma que lleva el diablo.
Como no podía dejar
pasar un día más sin verla de nuevo, volví a la pensión, allí me
recibió una señora mayor que me entregó una carta junto con la
noticia del fallecimiento de Violeta; en ella me pedía perdón
porque sabía que me había hecho sufrir, pero que nunca me quiso dar
pie, porque sus días estaban contados.